domingo, 22 de diciembre de 2013

Había pasado el tiempo, pero no la distancia, y allí estábamos, con las manos tan llenas de nada. Con la sensación que dejan en la boca los besos que se prometen, pero no se cumplen. Había pasado el tiempo, pero no nosotros. Nosotros seguíamos tan quietos, sin saber cómo o cuándo empezar a movernos. Congelados, como las rosas en invierno. O mejor muertas. Y no sabíamos volver al principio ni retroceder a la última salida. No sabíamos retroceder antes de que fuera demasiado tarde. Y al final pensábamos que la vida era eso: la consecuencia de las circunstancias. El resultado de la suma en la que siempre le restábamos valor a nuestros sueños, que despertaban cuando dejábamos de estar dormidos. ¿Cuánto puede seguir alguien sin sentirse alguien? ¿Cuánto pueden aguantar hasta derrumbarse los esquemas? ¿Cuánta mierda puede arrastrar la esperanza? Y al final estaremos desnudos, necesitados, con los ojos que podrían hacer llorar a aquel que los necesitase, y las ojeras pintando en nuestra cara la agonía, la realidad en la que lo real nos duele y en la que solo queremos que alguien nos haga feliz, sin tener para ello que dejarlo todo. Sin tener para ello que ensuciarnos nuestra piel de barro, tras arrastrarnos en un montón de excusas. La vida me parece bonita, a pesar de lo pronto que anochece ahora.

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